Por Isabel Navarrete La Aldea De La Guitarra Llorosa
Participante del Taller de Lectoescritura
Fundación SoyComotu
Solaz era una pequeña y tranquila aldea a medio camino entre Granada y la estación de esquí de Sierra Nevada. Tan solo estaba habitada por cinco vecinos, el resto se había marchado hace años en busca de una vida más fácil.Lo sencillo no siempre es lo más fácil y en Solaz todo era demasiado sencillo y sin comodidades.Una carretera rural, que conectaba con el pueblo más cercano a unos cuatro kilómetros, e Internet impedían que la aldea estuviera aislada del resto del mundo.Sin embargo, la soledad calaba a través de las paredes de las casas que aun quedaban habitadas. Los vecinos parecían de aspecto un tanto envejecido, pero no por los años, sino por la desidia y la falta de esperanza, que ahogaban un mañana que ayer ya fuera escrito por ellos mismos.
En ocasiones venían visitantes a una casa de turismo rural regentada por un albañil prejubilado, Antonio, y su mujer Herminia. Sus inquilinos rompían la monotonía de algunas semanas en verano y también durante la temporada de esquí. El resto del año sólo aparecían esporádicamente en busca de sosiego, sin temerle al frío del clima y de la vida en la aldea. Antonio y Herminia tenían una hija que se había ido a vivir a Granada cuando tenía dieciocho años. Allí se quedó trabajando después de finalizar sus estudios. La chica decidió poner fin a su vida hace tres añostras haber roto con su novio. Fue un mazazo para sus padres, que todavía no podían entender cómo el amor puede conducir a una tragedia semejante. Amor y muerte, los dos grandes misterios de la vida…
Carlos era carpintero y ebanista. Se dedicaba a tallar figuras de madera que vendía a través de una página de artesanía en Internet. A él le gustaba decir que liberaba a las figurillas de su encierro en los troncos de madera; era un artista. Tendría unos cuarenta años, divorciado, sin hijos. Su mujer había decidido dejarlo por puro aburrimiento y se había marchado a trabajar a la ciudad. Carlos era introvertido, poco hablador y algo hosco. De todas formas no eran necesarias grandes habilidades sociales para convivir en la aldea.Todos parecían llevarse bien, a pesar de alguna que otra discusión entre vecinos sin mayor trascendencia.
Manolo, un hombre joven de unos treinta años, era un virtuoso de la guitarra, intérprete y compositor de melodías para el cine y la publicidad.Había dejado atrás su vida acomodada en Granada, se hizo budista y se trasladó hace dos años a Solaz, donde encontraba la tranquilidad necesaria para sus meditaciones y sus composiciones musicales. Sus improvisaciones a la guitarra, cuyas notas escapaban a través de las ventanas de su casa, eran las delicias de la aldea, o casi. Carlos, cuya casa estaba al lado de la de Manolo, le había increpado varias veces por tocar la guitarra a la hora de la siesta y el bueno de Manolo trató de no molestarlo más.
Cierto día de principios de diciembre, Jaime, el agricultor, se dirigía con su tractor a primera hora de la mañana a trabajar unas tierras de su propiedad, más allá del lago, a espaldas del “Pico Cornudo”. Jaime, durante el otoño, había cuidado con esmero aquellas tierras. Tenía plantados árboles frutales por toda la extensión y presentía que ése sería un buen año de cosecha. Las témporas habían sido favorables y la flor se había mantenido el tiempo suficiente como para confiar que así sería.
La Guitarra Llorosa
Cuando se aproximaba a la caseta de las herramientas, el tractor atravesó un obstáculo inesperado. Jaime se conocía tan bien el camino que podía percibir cualquier imprevisto, aunque fuera dando cabezadas, como aquella mañana.Paró el tractor y se dispuso a comprobar que era aquello que le había sobresaltado. De pronto, se quedó petrificado: había distinguido el abrigo de Manolo y su largo pelo esparcido por el suelo.Parecía tener una herida profunda en la cabeza. Le costó un tiempo reaccionar. Su mirada se mantuvo fija esperando, tal vez, algún movimiento inesperado que ahuyentara el terror de haber atropellado, por descuido, a su vecino. Tras unos larguísimos segundos de observación y entrando ya del todo un estado de consciencia alterada por el horror, Jaime acertó a empujar con el bastón la espalda de Manolo. Al no conseguir que reaccionara el cuerpo desmadejado, que mantenía con terquedad su inmovilidad cadavérica.Pensó en qué hacer a continuación. Habría que llamar a la policía, pero antes consideró que era mejor avisar a sus vecinos.
Corriendo con un ímpetu inusual en él, Jaime se dirigió a casa de Carlos, Antonio y Herminia. Cuando estuvieron los cuatro reunidos, les dijo con voz temblorosa:
-Ha ocurrido algo terrible. Manolo está muerto, parece un asesinato. Venid conmigo y os mostraré el cadáver.
Al llegar allí, resollando y sudorosos, vieron el cuerpo de Manolo tendido en el suelo.
-¡Qué barbaridad!, ¿quién ha podido hacer algo así? -exclamó Herminia.
-Puede que hayan intentado robarle –dijo Carlos. Pero mirad… lleva la cartera y el móvil encima. Y las llaves de su casa; vamos a cogerlas.
-No sé como decir esto, pero el asesino debe estar entre nosotros –dijo Jaime.
-No necesariamente –repuso Antonio. Puede que tuviera algún enemigo fuera y haya venido a buscarlo. Además, él se llevaba bien con todos nosotros. Ahora tenemos que pensar si vamos a avisar a la policía. En ese caso ya sabéis lo que eso significa: se acaba la paz.
Todos reflexionaron, debatiéndose entre el deber y su propia conveniencia. Analizaron la situación, discutieron y al final llegaron a la conclusión de que no les convenía tener a la policía husmeando por allí. Guardarían el secreto, total, ya nada se podía hacer y era muy probable que el crimen quedara sin resolver. Decidieron enterrar a Manolo en un bosque próximo. Se pusieron manos a la obra y para el mediodía ya habían terminado. Rezaron una oración y pidieron a Dios que castigara al asesino.
Quedaron en que al día siguiente a las nueve de la mañana irían a la casa de Manolo a recoger sus efectos personales y hacerlos desaparecer, no podían dejarlos allí.Querían que diera la impresión de que Manolo decidió de pronto dejar la aldea para siempre. Esa noche, a las diez, ocurrió algo inaudito. Se escuchó una melodía a la guitarra, como un lamento suave, un llanto armonioso. Parecía la guitarra de Manolo, pero eso era del todo imposible. Era algo muy extraño.
A las nueve del día siguiente, como habían acordado, estaban todos junto a la casa de Manolo. Comentaron lo de la melodía de la noche anterior, estaban muy asustados. Antonio dijo que él no había oído nada, lo que desconcertó a los demás. Carlos abrió la puerta de la casa, entraron y echaron un vistazo por encima con un sentimiento de profundo abatimiento. Después registraron la casa concienzudamente y comenzaron a guardar los efectos personales en bolsas de basura. Lo quemarían todo, incluida la guitarra. Herminia estaba recogiendo los libros de la estantería cuando soltó un grito al ver una foto:
-¡Dios mío, es mi hija con Manolo!
Todos se volvieron hacia ella, Antonio bajó la cabeza. Herminia pensaba que esa foto era de la época en que ella vivía en Granada. Tal vez fuera Manolo el novio que la dejó y por el que ella perdió la vida. Ese pensamiento la atormentaba.
-Antonio, ¿tú sabías algo de esto? –preguntó Herminia.
-Vi esa foto una vez que entré a aquí a prestarle unas herramientas a Manolo, pero no quise decirte nada por no intranquilizarte -dijo Antonio.
-Antonio, ¿has matado a Manolo? –preguntó de pronto Jaime.
-Manolo ya está enterrado, que descanse en paz –respondió Antonio.
No se habló más del asunto de la foto, hubo una huida hacia delante. Quemaron todas las pertenencias de Manolo y no volvieron oír la melodía triste de la guitarra aquellos que la escucharon la primera noche. Pero Antonio la oía todos los días, a la misma hora. No podía quitársela de la cabeza, estaba desesperado. Un buen día Antonio decidió entregarse a la policía y nunca más volvió a escuchar la guitarra de Manolo.