Por Mireya Martínez Fernández. Médica de Familia y Comunitaria. Persona con diagnóstico de Trastorno Bipolar.
Terminando 2020, por el mes de noviembre, cuando comencé a recibir mensajes de mi entorno más cercano y querido, que me mostraban preocupación por mi aumento de peso y mi manera compulsiva de alimentarme. En aquel entonces, me costaba calmar la sensación de hambre. No me saciaba ni aún habiendo comido más que suficiente, y además, sentía la necesidad de comer cada 2-3 horas.
Todos recordamos aquella época. La pandemia del COVID-19, el confinamiento, el estrés… Aquel estrés del personal sanitario, el mío propio y el de mis compañeros. Estuve sola todo ese tiempo desde el inicio del confinamiento porque decidí que mi hijo estaría mejor viviendo con su padre, menos expuesto al peligro.
Todo ese estrés mantenido, la tristeza, la preocupación, el vivir en modo alerta de esa manera constante, hacía que llegara a mi casa y únicamente quisiera comer cosas muy sabrosas, saciantes, palatales…
En la primera consulta de nutrición, le dije al nutricionista que el sufrimiento me había hecho llegar a ese punto. El aumento de peso fue mi motivo por el cual decidí pedir ayuda, además de que en la última analítica muchos de los valores estaban alterados. Tuve que admitir que me costaba mucho llevar unos hábitos saludables y di el paso.
Yo tenía las mismas dudas que cualquier otra persona no-médica, y también dije frases como: – ¿Cuánto tiempo tengo que hacer esta dieta? Algo que no tiene ningún tipo de sentido pero que seguía la corriente generalizada de pensar que se ha de estar a dieta un tiempo y volver a mantenimiento u otros mitos tan extendidos.
Soy médica de familia, no sé de todo, me equivoco y no me cuesta admitir que no tengo ni idea de nutrición.
Así comencé mi plan nuevo de alimentación. Reconozco que las primeras semanas no se me hicieron fáciles y pese a que desde la consulta de nutrición se me explicó que iba a encontrar beneficios más allá de la pérdida de peso, mantuve en todo momento cierto escepticismo.
Pero mi interés por este campo me llevó a hacer búsquedas más exhaustivas sobre la alimentación en psiquiatría. Todo este trabajo de búsqueda, me fue descubriendo una corriente de psiquiatras muy reconocidos. Como Miquel Bernard, o Eva Garnica, que divulgaban sobre este pilar del tratamiento dándole mucha importancia y mostrando datos de la evidencia científica.
Llegó a mis manos La Guía de Alimentación Saludable, una guía para psiquiatras y sus pacientes del CIBERSAM. Este fue el momento en el que interioricé la importancia que tenía este hábito para mi salud mental. El éxito de una dieta o cambio de hábitos en la alimentación se mide a largo plazo, en el término de 5 años.
Si nuestro enfoque ante un paciente con sobrepeso y problema de salud mental, es que no tiene fuerza de voluntad, o tenemos soluciones muy simplista. Por ejemplo, de comer menos y moverse más. Vamos a aumentar el malestar de esa persona, haciéndole creer que hacer dieta es un enorme sacrificio con escasos resultados. Por lo que no valdrá la pena ni intentarlo.
Se debe dejar de culpar al paciente de la mala respuesta a las dietas, valorar al paciente en su conjunto, entender que el hambre es un impulso que no se puede controlar más que a muy corto plazo y que es difícil lograrlo teniendo en cuenta el ambiente propenso a la obesidad y sedentario en el que vivimos.
En mi experiencia, para salir del bucle, ha sido clave consultar con un nutricionista que basa sus recomendaciones en la llamada “Comida Real”. Presente en la cartera de la sanidad pública de muchos países de Europa.
Así que el consejo bien intencionado: “debe comer menos y moverse más”, es una indicación pobre, superficial que no concreta nada ni motiva, además de ser poco efectiva.
Os animo a leer esta guía y empezar por ahí. Y os animo a que vaya sonando este nuevo término: Psiquiatría Nutricional.