Por Monitor del Taller de Cocina
Voluntario de la Fundación SoyComotu
Solía decir el delantero inglés Gary Lineker aquello de que el fútbol es un deporte en el que juegan once contra once y al final siempre gana Alemania. A menudo bromeo con los que me rodean y reformulo esta afirmación, adaptándola a las más diversas situaciones. Se trata de tomarse la vida con sentido del humor y reírse de uno mismo. Aunque la frase no me deje bien parado del todo, siempre podríamos decir que el Taller de Cocina lo conduce un monitor que, a veces, se comporta como un neurótico, pero al final de la clase aparecen sobre la mesa platos extraordinarios preparados por los alumnos.
La pasada semana, ese conjunto de platos extraordinarios fueron seis auténticas pizzas italianas preparadas por los alumnos del Taller. No pude evitar echar una mirada al pasado porque enseñar a un grupo de gente a preparar este plato supone para mí cerrar un círculo, un círculo tan redondo como las pizzas que esa tarde salieron del horno. Desde que aprendí a prepararla siempre me pareció la pizza una receta para compartir, para disfrutar y para transmitir. Una receta que perfeccioné durante mis grises días en Alemania y que, como toda la cocina Italiana y mediterránea, aportaba una nota de color a esos aciagos días. Una receta que representaba una ventana a la luz y esperanza por la que escapar de las brumas, de las climáticas y también de las del estado de ánimo.
Con toda la ilusión, inundamos el aula del Mercado de Verónicas de coloridos ingredientes, antes de meter las manos en la masa, y nunca mejor dicho. Supone la masa de la pizza un reto para el cocinero principiante. Los alumnos seguían mis instrucciones pero carecían al principio del toque maestro del chef, de esa magia que transforma un buen plato en algo inolvidable. Para esta receta, las medidas son importantes, pero lo fundamental es la capacidad del cocinero para entender la masa, para escucharla, para saber tratarla. En este sentido podríamos decir que las masas son como las personas, hay que tratarlas con cariño, con delicadeza, pero, al mismo tiempo, sin titubeos, con firmeza, decisión y compromiso. Fue esto lo que intenté trasmitirles a mis alumnos, aunque quedó bien claro que, como el trato con las personas, esto es algo que sólo se aprende con la práctica. Sucede lo mismo con la paciencia, la otra gran virtud que nos enseña la pizza.
Resultaba muy curioso observar el escepticismo de mis alumnos al empezar a amasar. No veía en sus caras la confianza de que el milagro pudiese ocurrir, de que al final la masa pudiese fermentar y dar sustrato a esas pizzas maravillosas que pudimos comer más tarde. Sin embargo, lo consiguieron y eso es lo bello y metafórico de esta receta. Para lograr la mejor masa, hay que practicar la persistencia y amasar con ahínco, sin desfallecer. Nos podemos tirar diez o quince minutos estirando y plegando, golpeando y zarandeando la masa. Diez o quince minutos en los que estamos concentrados, a solas con nosotros mismos. Diez o quince minutos que son un viaje de meditación hasta nuestro interior y tras los que entenderemos por qué la cocina puede resultar tan terapéutica.
Tras preparar la masa, la dejamos fermentar en un lugar cálido y tranquilo. Y es que en la pizza, como en las personas, lo bueno, a veces, se hace esperar y, para lograr que aflore, es necesario un periodo de tranquilidad. No dejo de pensar que, en este sentido, las masas de pan siguen un proceso paralelo al que seguimos las personas cuando iniciamos una terapia. Al principio, el terapeuta te enfrenta a tu propia verdad, te confronta con ella, te zarandea, con cariño pero con firmeza y decisión, para dejar después que sea tu propio fermento personal, las levaduras de los valores que llevas dentro las que obren el milagro. Dejar pasar el tiempo, permitir que las cosas ocurran, qué importante es saber tener paciencia.
Con la salsa y con los ingredientes que pusimos sobre la masa se aprendió aquella vieja máxima de la cocina italiana de que menos es más. En este sentido, la cocina italiana es muy sencilla, pero sencillo no es sinónimo de simple en este caso. Es una sencillez muy complicada de aprender. Tan sólo tres o cuatro ingredientes, mas de la máxima calidad, combinados de un modo austero, producen los platos más inolvidables y sabrosos que podamos imaginar. Una buena lata de tomates bien maduros triturados, un poco de ajo, orégano, sal, pimienta y aceite de oliva: una salsa sin secretos pero con sabor. Y como ingredientes, salami, bacon, atún, berenjenas, calabacín, cebolla, alcachofas, champiñones, mozzarella, parmesano y provolone. Una lección más y otro paralelismo con la vida. No hacen falta grandes cosas para seguir adelante, basta con que uno tenga claro cuáles son sus valores y cualidades, los mejores ingredientes, y sepa combinarlos de modo sencillo. Ésa es a menudo la receta del éxito. Menos es más. Esa sencillez tan compleja de aprender que, a veces cuesta toda una vida encontrar. Como el toque del cocinero…
Uno no sabe a veces si ha conseguido lo que pretendía con una determinada acción. Yo no sabía el viernes, hacía el final de la clase, si había conseguido transmitirles todas estas ideas a mis alumnos. Y, sin embargo, mis dudas desaparecieron cuando sacamos la primera pizza del horno. Elaborada por Jose, con bacon y champiñones, a todos nos encantó. Fuimos, una vez más, capaces de recrear la magia de la cocina italiana. Y esto es algo que no sólo decimos mis alumnos y yo. Unos cuantos padres que se acercaron al aula, invitados por sus hijos, y que probaron algunas de las pizzas, lo certifican. Quisieron disfrazarse estos padres de jueces implacables pero acabaron sucumbiendo al sabor y aroma de las apetitosas pizzas que prepararon sus hijos.
Terminaré esta entrada parafraseando a Gary Lineker y diciendo que, aunque el mundo es un lugar en el que se pasan épocas de brumas y días grises, al final la luz del sol acaba entrando por algún resquicio. En la tarea de encontrar esa luminosidad se encierra el arte de saber vivir…y de preparar una buena pizza. Que lo sepáis.