Por voluntario de la Fundación SoyComotu
-Abuelo, ¿tú tienes futuro?
-Miguel Ángel, ¿por qué me preguntas eso?
-Porque he oído en la tele que los robots tienen mucho futuro.
Hace un par de veranos fui partícipe de este diálogo entre el sobrino de un buen amigo y su abuelo. De él saqué dos conclusiones: la primera, que llamarse Miguel Ángel es una garantía de tener un carácter creativo. El techo de la Capilla Sixtina y las desternillantes ocurrencias de mi compañero Miguel Ángel en la Fundación SoyComotu son una prueba de ello. La segunda es que ocuparse del futuro debe de ser algo muy importante cuando un niño de tres años le hace esa pregunta a su abuelo. Tan importante como para que un conocido banco diseñe una campaña de publicidad en torno a este concepto. Seguro que la recordáis. “Conversaciones sobre el futuro” era el eslogan. El formato era atractivo. Un diálogo entre dos personajes famosos en torno a la pregunta, “oye ¿y tú como ves el futuro?” Y con esta pregunta como eje, Loquillo e Inocencio Arias, Fernando Trueba y Pep Guardiola, Geraldine Chaplin y Luz Casal, además de otros muchos, nos dejaban unas conversaciones espontáneas, llenas de magnetismo y valiosas ideas. Porque la verdad que pocas cosas hay que inspiren tanto como el futuro. No fui consciente de esto hasta que hace unos días, en una conversación con mi terapeuta, éste me preguntó…Y tú, ¿ cómo te imaginas el futuro? Una inspiradora pregunta que actuó como espoleta de mi imaginación y por la que me encuentro ahora escribiendo estas líneas.
Yo, para ser honesto, nunca me he preocupado de verdad por el futuro. Mi preocupación por el futuro ha sido impostada. Nunca, hasta ahora, ha sido sincera. Porque para imaginar el futuro, para ser capaz de proyectarte en él, dibujarlo y anticiparlo tienes primero que saber quién eres tú. Y esta es una tarea, la de conocerme, que yo he empezado hace poco y que está aún inacabada. Pero sigo trabajando en ello. Entre mis múltiples identidades yo podría decir que soy hijo, nieto, sobrino, amigo, Ingeniero Químico, doctor en química, estudiante de psicología, cocinero aficionado, seguidor del Barça, etc,…Sin embargo, y aun siendo ciertas todas ellas, me produje vértigo eso de intentar definirme y, más aún, me da respeto el no haber encontrado hasta ahora una palabra que lo haga de modo completo. Para acabar con esa sensación aparecieron en mi camino mi compañera Virginia y el músico Santi Balmes. En una entrevista sobre la creatividad le pidieron al cantante del grupo Love of Lesbian que se definiera a sí mismo. Ante el vértigo que le producía considerarse músico y escritor, Santi se definió como un explorador. Unos cuantos días más tarde, mi compañera Virginia, mujer intuitiva e inteligente, en una conversación sobre lo que somos y cómo nos vemos me dijo con rotundidad: “ tú eres un explorador”. Me quedé impactado y comprendí, al instante, que no existe una palabra que me defina mejor. Para ser un explorador tan sólo hace falta tener la voluntad de descubrir. Como Amundsen y Scott avanzo hacia cosas desconocidas cuya forma y fisonomía no me preocupan. No sé hacia donde voy pero sé que llegaré a algún lugar. Ya no tengo miedo, y eso es lo que hace que ahora me preocupe de forma sincera por el futuro. Porque tengo presente, siento que hay futuro. Cuando era un niño y hasta hace poco no me ocupaba del futuro porque no sentía que lo tuviese.
Es lo que tienen el miedo y la impaciencia, que no te permiten proyectarte en el futuro. Miedo e impaciencia. Cuando pronuncio la primera de estas palabras lo primero que pienso es que ya desde muy crío he tenido la noción de lo dura e injusta que a veces puede llegar a ser la vida. Como comentaba hace unos días con mi compañera Elena, ya desde los 4 o 5 años habitan en mi mente recuerdos desagradables. El sabor amargo de la crueldad infantil y la acidez corrosiva de algunos comentarios de los adultos son familiares para mí desde mucho antes de que cayera el muro de Berlín. Un muro bajo el que no me es difícil imaginarme sepultado desde aquel día en que jugando un partido de futbol en el recreo, unos cuantos niños se desplomaron sobre mí como pesados sacos de cemento. Sentí en aquel momento, y nunca mejor dicho, el peso de las circunstancias. Un peso que aún me acompañaría unos cuantos años más. Un peso que llegaría a hacerse prácticamente insoportable y que sólo podía verse equilibrado por una de las pocas virtudes conocidas que quizá siempre yo haya tenido: la paciencia.
Es justo esa palabra, paciencia, la que trae a mi mente lo que un sargento retirado, amigo de mi familia les decía a sus jóvenes soldados cuando iban de maniobras por los pueblos de la Alpujarra granadina. En los momentos en que alguno de ellos se ponía un poco pesado y preguntaba ¿Cuánto falta? ¿Habrá bares en el pueblo? o ¿Habrá muchachas solteras?, Manolo, que es como se llamaba el sargento, siempre les respondía, “Muchachos, cuando lleguemos al pueblo sabremos de qué color son las tejas”. A menudo, acude esta frase a mi memoria cuando me muestro impaciente. Porque la paciencia es una de las condiciones para imaginarse el futuro. Los antiguos alquimistas eran personas pacientes. Y el ser capaces de proyectarnos en el futuro e imaginarlo requiere esa infinita paciencia del que sabe esperar lo bueno, del que hace de esa espera un arte, y la disfruta y la ama casi tanto como la promesa del producto que va a crear.
Sin embargo, llega un momento en la vida que ni la paciencia del Santo Job pueden ahuyentar los negros nubarrones que vaticinan el más universal de los diluvios. Un diluvio que a mí me llegó en un país triste y gris, Alemania, en el que viví unos cuantos años llenos de brumas y oscuridad, tanto lumínica como personal. Nunca he tenido una sensación de estar a la intemperie y de vida detenida tan acusada como la de los últimos meses allí. Paradójicamente no son desagradables los recuerdos que tengo de aquellos días. Unos días en los que no podía imaginar ningún futuro y en los que viví la inolvidable experiencia de dormir varias noches en una casa vacía, tan vacía como yo, sobre un colchón en el suelo del dormitorio. Una persona tan Lost in Traslation como Bill Murray en la película del mismo nombre pero, por desgracia, sin nadie que le pareciese a Scarlett Johansson a su lado. Una estampa que metafóricamente equiparo a esa famosa fotografía de Colonia con todo devastado y tan sólo la catedral en pie, al final de la Segunda Guerra Mundial. Un momento que representa para mí una suerte de año cero en mi vida y en el que comprendí que yo sólo no puedo. Así de sencillo. Una de esas grandes verdades que sólo se aprenden en los momentos de derrota, en el sitio más inesperado, en el instante más aciago. Recuerdo con nitidez aquellos días y cuando lo hago no puedo evitar sonreír. Un largo viaje en tren. Una noche de insomnio, miedo y dudas y, al día siguiente una entrevista para un trabajo en la multinacional BASF, el sueño de cualquier Químico. Una entrevista maratoniana donde una de las personas con las que me reuní me dijo: “Tus ideas son muy buenas pero…¿has pensado cómo vas a convencer a gente para que te apoye y te ayude a llevarlas a cabo?” En ese momento me quedé helado, -en el cero absoluto. Recuerdo que pensé, “¿Yo? ¿convencer a alguien? ¿es que esto no puede hacerse sólo?” En ese momento emergió todo, mis problemas sociales, mi aislamiento, mi rencor. En ese momento comprendí por qué no había futuro. Porque solo no puedo. Porque el futuro no es de uno sino de muchos. Porque para proyectarse e imaginar un futuro necesitamos a los demás, apoyarnos, ayudarnos, cooperar. Es así como hemos llegado hasta aquí, aunque a veces intenten convencernos de lo contrario. Es la cooperación, y salta a la vista que no lo digo por decirlo, un ingrediente clave para el futuro. En la cooperación está el futuro, solemos decirles a los alumnos en la campaña #SoycomoTú.
Una campaña, #SoycomoTú, y un proyecto, el de la Fundación SoyComotu que son un pasaporte para soñar con el futuro. Porque la imaginación, la capacidad de soñar, es otro de los ingredientes sin los que no hay futuro. Un ingrediente que, como he dicho antes, yo no conocía pero sin el que ahora no podría vivir. Como dice Manuel Rivas en uno de mis poemas favoritos, “somos lo que soñamos ser y, ese sueño, no es tanto una meta como una energía”. Los sueños son la chispa que enciende el fuego de las cosas, decía Fernando Trueba en la conversación con Pep Guardiola a la que me refería antes. Desde este punto de vista nos podríamos preguntar entonces ¿qué es el futuro? Yo diría que el futuro es un lugar hacia el que nos dirigimos pero al que nunca llegaremos. El futuro es un mundo lleno de posibilidades, de nuestras posibilidades. Como no existe, el futuro sólo podemos imaginarlo y, si no somos capaces de ello, todo se viene abajo porque sin él no existe ni presente, ni viaje, ni proyecto. ¿Qué hubiese sido de Ulises sin la idea de llegar a Ítaca? El futuro es una Ítaca personal e intransferible, un lugar hacia al que debemos ir aunque sepamos que nunca llegaremos. Una chispa imaginaria que enciende en nosotros el fuego de la acción, la llama que prende los mejores momentos de nuestra existencia. Albergar una idea de futuro es aquello que mágicamente transforma el mero hecho de existir en algo que se llama VIVIR, y que yo he comenzado a experimentar hace poco.
Con los mejores momentos de nuestra vida no me refiero a algo edulcorado, sencillo y necesariamente alegre. A estas alturas hay unas cuantas cosas que ya he aprendido. La realidad es compleja y la vida no es ni alegre ni triste, sino sobre todo seria. El arte de vivir consiste en comprender esto y saber buscar tu sitio, fabricarte tu mundo. En esa tarea me encuentro. A veces es normal pensar aquello de que todo es mentira. Sobre todo cuando sientes que estás en medio de una guerra. Y más si en esa guerra te toca formar parte de aquello que mi amigo Antonio llama la fiel infantería. Esta es una broma habitual entre nosotros en los momentos difíciles. Un humor de perdedores, de antihéroes, de aquellos que luchan por ser cada día un poco más dignos de su miseria. Una broma de aquellos que han ido juntos a la guerra y que se pueden llamar hermanos de alma. Eso es algo que tenemos en común todos los que colaboramos en este proyecto. Nos llevaremos mejor o peor, nos gustaremos mucho o poco unos a otros pero, por encima de todo, hemos ido juntos a la guerra. Y eso une mucho. Hay mucha grandeza en eso. Sólo desde ahí se puede empezar a construir algo de modo verdadero. Sólo desde esa perspectiva he podido yo empezar a confiar en mí mismo y en los demás, llegando a comprender que la única guerra que existe, la única que sí merece la pena librar es aquella en la que se lucha contra uno mismo, contra los fantasmas del propio carácter, contra las aristas cortantes de uno mismo. Cuando comprendes esto, todo empieza a cobrar sentido, pero para ello hace falta valentía. Porque, en esta tarea, sí que estamos solos ante el peligro.
Para llegar a este punto, para imaginar el futuro, no se requiere una receta mágica, aunque muchas veces uno piense que nos encontramos ante algo más secreto que la fórmula de la Coca-Cola. Me gusta pensar en fórmulas secretas, quizá por deformación profesional, porque como he dicho antes, soy Ingeniero Químico. Si tuviese que revelar los que para mí son los ingredientes mágicos y secretos de la fórmula del futuro, os diría dos: la verdad y el amor. La verdad porque soy adicto a ella. Por dura que sea creo que siempre será mejor saberla. Sin ser consciente de ella es imposible avanzar y por lo tanto es imposible un futuro. Sin embargo, sólo se puede conocer la verdad cuando se está preparado para asumirla, para transformarla y para utilizarla de manera constructiva. Es como esos ingredientes que hay que echar en la receta en el momento preciso y en la cantidad adecuada porque echados a destiempo y en cantidad desproporcionada nos puede arruinar el plato por completo. Como el clavo, la canela o el comino, la verdad es algo muy potente y hay que ser muy cuidadoso al manejarla, más que nada para no hacer daño a los demás. El segundo ingrediente es diferente porque es muy difícil de encontrar. Se trata del amor. Llevo mucho tiempo escuchando aquello que el amor lo cura todo. All you need is love cantaba el cuarteto de genios de Liverpool. Siempre pensé que se trataba de una frase hecha, de un eslogan, pero día a día compruebo que no es así. Sólo gracias al amor yo he podido encontrar un sentido a mi vida, recuperar la confianza en mí mismo y ver, por fin, un horizonte. Un horizonte lejano que no sé qué forma tiene, pero hacia el que me dirijo con paso firme y decidido. Para los que no hemos conocido el amor, o acaso no estamos seguros de si realmente lo conocemos, os diré que hay algunos otros ingredientes que, si los logramos cultivar y utilizar sabiamente, le aportan a la receta del futuro y de la vida unas propiedades similares a las del amor. Existe una mezcla marroquí de especias que se llama “Ras el hanout” que literalmente traducido significa “Lo mejor de la tienda”. Es una mezcla personal y única que cada artesano del Zoco realiza y donde pone lo mejor de sí mismo, de su sabiduría y su buen hacer. En mi Ras El Hanout del amor predominan la fidelidad y la generosidad. No conozco dos virtudes más arriesgadas. Con ellas no hay medias tintas, no hay escondite ni tregua que valga. Muchos las consideran las virtudes de los tontos, de los necios. Sin embargo, quienes tienen esta visión es porque aún no han sabido aceptar el propio fracaso. Para ser fiel y generoso hay que ser muy valiente porque hay que estar dispuesto a caerse y levantarse. A seguir entregándose, a pesar de todo y pase lo que pase. Muchas veces. Pero en el momento en que entiendes esto siempre contarás con algo sólido a lo que aferrarte. Como el náufrago que se agarra a una tabla de madera en la inmensidad del océano, la fidelidad y la generosidad me mantienen a flote el mar de dudas en el que a veces me sumerjo. Como los músicos del Titanic, mi máxima es que siempre hay que seguir tocando hasta el final, aunque sintamos que todo se derrumba a nuestro alrededor. En eso se basa el ser fiel a uno mismo.
¿Y tú cómo te imaginas el futuro? Vuelve a mi mente la pregunta con la que comenzaba esta reflexión. Pues yo me imagino el futuro como una película coral. Una de esas películas tipo “Crash” o “Love actually” en las que no hay un protagonista principal sino que se componen de pequeñas historias que, a modo de patchwork, se entretejen en un microcosmos donde continuamente se percibe que todos dependemos de todos. Como decía el cantante Sting, igual da que seamos la reina de Inglaterra o un grupo de mineros, al final, todos estamos en el mismo barco. Al fin y al cabo, todos y cada uno de nosotros tiene el poder de decidir a quien deja entrar en su mundo. Teniendo esto en cuenta, mi idea del futuro se basa en algo, que en el fondo es muy sencillo: hacer mejores a los que están a mi alrededor. Cuidar de uno mismo y de los demás, como les decimos a los alumnos en la campaña #SoycomoTú. Ese es el sentido de mi vida. Ese es mi elemento, el futuro. Ya dije antes que solo no puedo. Por ello, que mejor manera de poder que ayudar a que otros puedan. Hacer brillar a los que están a mi alrededor. Da igual desde qué lugar, desde que trabajo. Eso no me preocupa. No es lo importante. Lo importante es ser consciente de que, con esa actitud, las cosas ocurrirán. Qué curioso ¿verdad? Dejar que las cosas ocurran, hacer que las cosas ocurran. Seguro que haciendo las cosas con esta actitud, podremos conseguir el más difícil todavía. Podremos conseguir responderle a Miguel Ángel, el sobrino de amigo y decirle que, no sólo los abuelos, sino cualquiera de nosotros tiene al igual que los robots, mucho futuro. Que lo sepáis.