Un Lienzo de sueños
“La mujer de los anteojos”
Por voluntario de la Fundación SoyComotu
“…Acaban de dar el último aviso. La función va a comenzar. Se escuchan los shhhssss acompañados de índices de silencio. Los acomodadores urgen a que encuentren su sitio los rezagados mientras las luces de las lámparas centrales se van apagando, sustituidas por otras laterales. Sube el telón. La representación ha empezado.
Sobre el escenario, un hombre de chaqué con bigotes engomados saluda a los espectadores con una elegante inclinación. El brazo derecho describe una suave onda con la palma hacia arriba, mientras el izquierdo recae sobre su espalda a modo de contrapeso. Tras el aplauso del público, presenta a la que será su ayudante. Saluda con una grácil genuflexión. Está en su primera madurez. En silencio mira hacia el patio de butacas -o hace como que mira-. Repite la acción esta vez hacia los palcos. Como el ilusionista, viste ropas de época, probablemente sea viuda (un vestido negro le cubre. En la cabeza, un lazo a juego del mismo color). Es alta, delgada, de bonitos hombros. Ha tenido que ser guapa pese a sus débiles rasgos o, al menos, eso hace pensar su correcta compostura. Una elegante pose, acompañada por una pequeña boca distante de labios de un rosa pálido no puede asegurar otra cosa. Su pelo rubio, de un cierto tono rojizo, refulge sobre su cobertura de noche sin estrellas, parca provocación que hace pensar a más de un Señor en su pecosa desnudez. Afrodita, esta vez, nacida de la Nada.
El ilusionista, en un rápido movimiento, muestra al público un espejo. Probablemente siempre estuvo ahí, pero nadie había reparado en él. Su ayudante gira la cabeza y atendiendo a la petición del maestro se dirige a él mientras éste lo sujeta por el marco.
Comienza la ilusión. La mujer, frente al espejo, repara en su reflejo. Frente a ella, una figura femenina, también rubicunda, clava sus ojos en los suyos. Va vestida de negro, pero incorpora un cuello blanco. Pese a estar de pie no deja ver nada más o, al menos, no se le ve nada más. No importa, toda la atención se centra en su cabeza y rostro. Al contrario que su original sus rasgos son fuertes, yo diría demasiado, como su boca. Grande, de gruesos labios muy rojos. Sus ojos son muy despejados, agudos y profundos, como los de un cazador de almas.
El ilusionista, siempre entre ayudante e imagen, alza ahora el brazo hacia ésta. Ante la orden, sale del espejo dirigiéndose unos pasos hacia el gallinero. Es totalmente distinta de aquella, pero no hay ninguna duda. Sigue siendo la misma persona.
Ante el asombro general, no libre de cierto desagrado, el ilusionista pregunta ¿Nunca habíais visto vuestro verdadero yo?…”.