Aurora García, voluntaria en Fundación SOYCOMOTU.
Del estigma al autoestigma o cómo la falta de Educación en Salud Mental crea o agrava los problemas mentales.
Aunque la esquives, la frasecica sigue ahí, ya sea en la tele, en un escaparate, en el azucarillo, a veces, hasta en la propia taza; más tarde, en el estado de WhatsApp y, finalmente, en tu mente. Se clava en tu cerebro hasta que ya no puedes cargar con ella:
“Si quieres, puedes. Sé tú mejor versión”
Quién iba a imaginar que una frase sin malicia desencadenaría un insomnio, una baja voluntaria sin derecho a paro y un expediente disciplinario, junto a otros efectos colaterales que ya no vienen a cuento.
Debía de pagar por ello, por querer y no poder, por no conseguir ser mi mejor versión y desentonar con esas expectativas de que solo te pasen cosas bonitas. Me consideraba una inepta por dejar un trabajo muy valorado. Además, tenía un miedo abismal a no encontrar otro puesto, a no ser independiente económicamente, justo el mismico que tenía mi padre. Pues heredé su nariz y carácter, y, según parece, la precariedad laboral también venía en el gen. Mi padre era la persona más honrada que conocí, un zapatero remendón que daba lo mejor de su trabajo sin importar si venías de la nobleza o eras un mindundi.
Me fui del pueblo para estudiar magisterio y no volver. Diez años después tuve que regresar a casa con un problema de salud mental (PSM) y las críticas que me fueron cayendo encima. Trabajaba para un instituto en Inglaterra y cualquier error, me provocaba ansiedad e inseguridad; le daba vueltas durante meses al fallo. El centro era de difícil desempeño y aún no tenía capacidad para gestionar el comportamiento de adolescentes. Sentía mareos y una bola que me impedía tragar, iba por la calle con mi dedo índice rozando las verjas de los jardines británicos por si me caía. Yo insistía porque mi padre me enseñó que un autónomo “no podía ponerse malo”. Hasta que un accidente me trajo de vuelta a España.
Mi madre se preguntaba qué pudo haber hecho antes. A mi padre le asustaba que tuviera algo raro y me quedara así para siempre. Era la segundona de la familia, la que hereda la ropa e imita a su hermana mayor para sentirse válida. Les dio un poco de vergüenza llevarme a un psiquiatra de la sanidad pública; prefirieron la privada, no vaya a ser que fulanica y menganico me vieran cómo había acabado. Es cierto que antes de la pandemia y de que los famosos salieran del armario con sus PSM, tener un diagnóstico era lo más culpabilizador que se nos podía echar a la cara.
Saliendo de mis pensamientos, justo esta semana estoy enseñando los adjetivos a mi grupo de español A1. Al mencionar los contrarios “fuerte vs débil”, se escucharon carcajadas y miradas cómplices, resultando curioso que en multitud de lenguas /debil/ significa “loco, gilipollas, dócil, maleable, apocado, tímido…”. Vamos que… quien carga este “defecto” no es de extrañar que se automachaque porque el lenguaje crea realidad y construye emociones. Precisamente en mi pueblo, los motes y el humor se han ido creando, despreciando y despellejando a otros. Cuanto más hiriente fuera el mote y más vulnerable el apodado, más difusión se le daba. Yo tampoco quería ser como los otros, pero cada vez me acercaba más a serlo, esa población sobrante que “le falta un martillazo o un hervor” y es “débil de mente”.
¿QUÉ DESTROZO CAUSA EN EL MUNDO QUE SE NOS VEA VULNERABLES? Al final todas las personas somos raras, si no películas como Forrest Gump o actores como Joaquín Phoenix por Joker, no hubieran ganado la estatuilla de los Oscar, sin embargo, el juego social es aplastar al desfavorecido. Los tiempos tampoco acompañan, existen unas tasas muy altas de presión social y autoexigencia, cuando no es por la personalidad es por el físico, el caso es que siempre hay una tara por la que estar en batalla. A mí, los discursos sociales me reforzaron las obsesiones “¿de qué le sirve tantos estudios…si no tiene habilidades sociales?”, “¡mírala…está a gusto en el victimismo!”, “como sigas con esa actitud… ¡no serás capaz de apoyar a una familia!”. Espera, para el carro… ¡Aún no tengo descendientes y ya me habían insinuado la posibilidad de ser mala madre! Lo cierto es que tenía una hipersensibilidad a los comentarios y me saltaban 20 años después. Ahora estoy sacudiéndomelos pues… ¿Quién le dice a otra persona “estás muy estropeá”?… sigo sin entender qué aprendizaje significativo puedo sacar de ahí jajaja.
Me fui llenando de agresividad e iba buscando gresca. Mis amistades insistían en que era rencorosa y lo guardaba todo, me hacían daño, aunque no fuesen del todo conscientes. Entonces, era una persona con un PSM y cinco amigas menos. En contraste, mis primas me llamaban “La Olvido” porque iba dejándome mis cosas por ahí. He perdido llaves, pendrives, pendientes, etc. Llegué a congelar un móvil por meterlo en la bolsita del pan dentro del congelador. Algo bueno es que te llevas sorpresas como ¡los 10 € que me encontré ayer en un viejo bolso! También, un día fui al instituto con un zapato diferente en cada pie, un despiste, y, claro, no pararon de meterse conmigo. Los docentes no se enteraron o no se quisieron enterar… ¿Quién dijo que era labor de ellos enseñar a no humillar? Me recomendaron llevar una agenda… ¡la perdí! Intentaba disimular, pero mis despistes eran muy notorios. Dicen que las personas con déficit de atención son las que más observan el entorno y sus detalles, aunque, la mente agitada nos hace dispersarnos y ¡a soñar! Actualmente, me manejo con los Post-it, que me salen hasta debajo de la cama.
EL DIAGNÓSTICO
La primera vez que fui a la psiquiatra, con 27 años, empezó la pesadilla al diagnóstico, esa etiqueta que podría condicionar mi vida laboral y social entera, la vergüenza de ser yo misma. Por azar, coincidía con la lista de celebridades y músicos populares que nos dejaron con esa edad, destacando su sensibilidad, arriesgados estilos de vida y abuso de sustancias. Yo seguía con mis bucles ¿Será mejor tener TOC o Bipolaridad? No, para ello son necesarias varias recaídas. ¿TLP? No, no cumplo todos los criterios de diagnóstico y no me autolesiono físicamente, con los pensamientos ya me basta. ¿TDHA? Ese se ajusta mucho. ¿Y si luego no puedo opositar por la etiqueta?
¡Mejor me doy de alta por mi cuenta y a seguir disimulando! Aunque la psiquiatra ya había tomado una decisión, anotó en mi historial que padecía “episodios ansioso-depresivos con un cuadro epiléptico” y me recetaron medicación para equilibrar mi desbarajuste de químicos. A los meses, mi padre fue diagnosticado con una enfermedad terminal. ¡Me estaba haciendo polvo!, me iban a seguir viendo como lo que nunca quise ser: DÉBIL.
Pues volviendo al principio, ese “si quieres, puedes”, me hizo sentir que yo era totalmente la responsable de no gestionar el estrés laboral, culpable de seguir en precariedad y de ser una inútil por no desechar los pensamientos negativos; me hizo exigirme lo imposible, p.ej., si tenía un máster no era suficiente, la moda era dos y yo tendría que tener dos.
Esta es una historia más, porque tener el diagnóstico “ansioso-depresivo” se vende como churros. Poco tiempo con la paciente, ausencia de psicoterapias compensada con mucha medicación, falta de recursos e interés para descubrir al origen del problema, excusas de no diagnosticar para no estigmatizar a la persona, etc. Así pasan los meses en modo supervivencia para volver a arrancar tu vida.
Por suerte, pues estas cosas quedan en manos del asociacionismo, me topé con la Fundación SOYCOMOTU. Aquí la etiqueta es útil para obtener recursos y, a la vez no importa, ya que la intención es participar en talleres inclusivos y divertidos para salir de ese diagnóstico.
A mí, no tener las habilidades sociales normativas ya no me hace daño, desde que me presentaron a Stig-Tony, un bicho transmisor de consciencia sobre el estigma, del que le hablamos al alumnado de educación primaria cuando implementamos el programa de educación para la salud mental. Porque es importante saber que el estigma y el autoestigma causan más dolor que los propios síntomas del PSM. En cada una de las sesiones de este programa, me acercaba a lo más parecido a tener “salud mental” que jamás había conocido. La dignificación de la etiqueta y de la persona en un espacio ideal dentro de nuestro mundo, portador de un correcto equilibrio entre nuestra necesidad de afecto y el legítimo derecho a ser una misma.
MUJER, SALUD MENTAL Y BAJOS INGRESOS
Finalmente, me gustaría visibilizar la interseccionalidad, centrándome en el cóctel de mujer y bajos ingresos. En este contexto, las toneladas de autoayuda y tanto “entendido” se descubren perjudiciales, pues te hacen sentir responsable de tu situación, ya que no existen pócimas místico-mágicas ante el problema creado por un sistema político, económico y sociocultural tan desigual. Gozar de salud mental puede ser un atributo distintivo para alcanzar ese bienestar que aleja del mismo a quienes carecen de aquella, un estatus que, por lo tanto, se define por la exclusión de otras personas, las más vulnerables.
Los trastornos psicológicos son propios de un entorno concreto, fruto de un dolor social. De ahí que son asuntos públicos que tarde o temprano nos terminan salpicando a cualquiera, directa o indirectamente. Necesitamos no sentirnos bichos raros y poder optar a una ayuda cuando entramos en crisis y no podemos trabajar, con un tratamiento de calidad para poder recuperarnos y reengancharnos al puesto sin dejar destrozos ni deudas detrás.
He aprendido a dejar atrás las frases hechas para situarme en la realidad y saber de dónde vengo. Conocer el origen del síndrome de “burnout” (desgaste profesional), “pensamiento acelerado” o “auto-explotación” como males de este siglo (Byung-Chul Han). Querer no siempre es poder, pero, mayormente, tenemos ganas de avanzar y de sacudirnos el vacío y la rabia que arrastramos por ser nosotras mismas. Para descubrir quién soy, me ha servido acompañar a los demás, no para engordar el ego con actos solidarios, sino para crecer aprendiendo con el resto. En la vida tenemos dos caminos, el del individualismo y el de la comunidad, como, por ejemplo, unirte a una Fundación que defienda tus derechos y te forme en deberes. Ahora estoy feliz con mi trabajo de docente, he aprendido a rescatar mis virtudes y tener relaciones sociolaborales más favorables. Hecho que me ha ayudado a dejar el antidepresivo y recuperar mi ciclo del sueño.
No sé qué es lo siguiente que perderé, pero, llevo mis llaves colgadas al cuello y cuento con una red de apoyo que me hace sentir bien y digna, pues después de todo, soy como tú.
Muy agradecida a Nieves y Cayetano por inspirarme a escribir este artículo.